Parchís VS Ajedrez
Hace unos días, que estos dos juegos de mesa me asaltan la cabeza. Me hacen pensar en su función educativa, más que en la lúdica. En algunos momentos de mi vida, me han encendido llamas de pasión incluso.
Apreciamos enormemente a muchos niveles y ensalzamos al antiguo ajedrez. Nadie puede negar las bonanzas y dificultades de su aprendizaje. No hay estratega, que no sea docto en el manejo de sus piezas. Esto sí, solo implica la participación de dos únicos adversarios. No todos sabemos jugar, pero conocemos las reglas y sabemos quien es Kasparov.
Por otro lado, tenemos al Parchís. Mas joven y ligado en cierta forma al azar, que se diferencia del anterior básicamente en su multiplicidad de color y número de jugadores. Es de domingo tarde, más popular. Mientras el ajedrez requiere de silencios, el parchís invita a la algarabía, trae consigo risas, peleas, pactos, estrategias, enfados y hasta ganas de lanzar el tablero por los aires cuando no te sale el cinco.
Nada más plantar el tablero sobre la mesa, hay que escoger color, como en el ajedrez claro, pero aquí te enfrentas a la diversidad. Una vez escogido, empieza la disputa. ¿Reglas? ¿Alguien las conoce? Todos y ninguno, porque, aunque nos sorprenda, todos y ninguno tenemos razón con las nuestras ya que aún conociendo la generalidad de uso y finalidad, en cada casa hay matices. No queda más remedio que consensuar.
Seguramente estas variaciones sobre la regla primigenia, (es decir: La Sagrada Constitución del Parchís) fueron naciendo de la necesidad de adaptar el juego a los distintos tipos de jugador, según su edad, su lugar de origen, el tiempo del que disponían para dedicarle al juego, etc. Lo que no deja de explicarnos lo demócrata de este, ¿juego?...Al final, si queremos pasar una estupenda velada, rojos, amarillos, verdes, azules, hasta naranjas y lilas cuando el tablero es de ocho, acabamos haciendo concesiones. Estableciendo así, otra nueva regla.
Finalmente, solo se trata de llegar a tu destino. El camino está lleno de peligros, que no de trampas (en el tablero claro), que pueden retrasar tu empeño. Pero también está lleno de refugios que hasta puedes compartir en ocasiones con los distintos. Los compañeros de juego se convierten a veces en “lobos feroces” que te comen sin matarte ( que es lo que haces en ajedrez, matas). Simplemente te digieren avanzando 20 casillas, devolviéndote al principio. Aunque desesperes, puedes volverte a encontrar con “el lobo” para comértelo tú y… ¡qué bien sienta!
Da oportunidades hasta el final. Algunos ya han llegado a su casa, pero tú todavía sigues agitando el cubo con fuerza y hasta das un soplo mágico, para que te dé el número que necesitas para entrar en la tuya. No has ganado, pero tampoco has perdido. He jugado partidas en las que, para dar ánimo al benjamín, se ha dado por acabado el juego cuando todos estaban en casa, (Lo sé, vengo de una familia de blandos, pero me enorgullece)
Con tanto color, casi me olvido de volver al blanco y negro. Porque el ajedrez no deja de ser volver al blanco y negro. Al un lado contra el otro.
Siempre me ha gustado, pero ahora que lo pienso…menos. El ajedrez te obliga a acabar con el otro. Me obliga a poner unas fichas feúchas y bajitas en primera línea que, sí o sí, acabaran sacrificadas aun siendo más numéricas, para dar paso a mejores gentes, que igualmente acabaran muertas. Total, por un Rey inútil incapaz de defenderse porque solo sabe dar pasitos uno a uno, mientras la Reina tiene en realidad todo el poder (a veces es reina y otras vicepresidenta, que es como la reina de un presidente, creo.)
En el lugar donde yo vivo, hemos pasado muchos años creyendo jugar al parchís con nuestros vecinos, después del fin de una oscura época. Pero cuando un buen día planteamos cambiar las reglas, uno de los jugadores se aferró a las Sagrada Constitución del reglamento del Parchís, en contra incluso de otros jugadores que aprobaron la oferta de nueva regla que les pedíamos desde aquí. Vale, nos quitaron alguna de las reglas que pedíamos, pero en el fondo somos majos, aunque no te lo creas, y aceptamos. Se aferró tanto a su idea el de las fichas azules, que a pesar de lo que nos demuestra la historia del parchís, llegó a decir que la Sagrada Constitución era intocable.
Pues muy bien, pues adiós, nos vamos a jugar solos a nuestro parchís. Sabemos que algunos no entienden las reglas nuevas, pero ya se las explicaremos.
Ahora el vecino cabezota nos dice que, si nos vamos, se acabó el parchís. Que ahora toca jugar al ajedrez.
Esto implica, un vencedor y un vencido. O todo blanco o todo negro.
Se que todos mis vecinos, no son como el cabezota de la ficha azul y me encantara seguir jugando con ellos porque son gente de bien, en el tablero de Bruselas (antes o después) o quizás le hagáis entender al cabezota azul que no se puede jugar con peones de ajedrez en un tablero de parchís y aún haya tiempo de echar otra partida. Pero entendedme, no puedo jugar al ajedrez con mis fichas de parchís... Ni puedo, ni quiero.
No soy blanco ni negro, soy de muchos colores. Déjenme en paz en mi esquinita peninsular con mi propio tablero. Se que querré lanzarlo por los aires cuando no me salga el cinco y no lo haré. Pero también sé que a veces dejaremos que un benjamín, llegue a su destino.